Despierto esta mañana, día común, salgo al pasillo de mi piso. Una cruz negra a la altura de mis ojos. Instante de pánico. Reconozco la trenza de cuero, ¿para qué me dejaste las llaves de tu casa? Pregunto al velador si te ha visto, sonríe: claro, me dio gusto que el joven viniera a visitarla. Gracias, ¿a qué hora? Hace como dos horas. Gracias.
Llego a la calle, recorro la banqueta y ahí está todo. Sillones rasgados, una mesa coja, el burocito de al lado de tu cama, revistas destripadas, vidriecitos de colores. Aspiro, doy algunos decididos pasos hacia la puerta cerrada. Los vecinos me observan, pretenden no mirar. Entro.
Falta casi todo en el piso de abajo. ¿Te lo habrás llevado? Subo. Donde hubo un estudio descansan cajas de libros, tienen etiquetas con mi nombre y dirección. Tu recámara; más cajas: discos, otros libros, un florero marchito. Todo lleva etiquetas y lazos con mi nombre y dirección. En la pared cuelga un cuadro de papel bond. Lo arranco, lo desdoblo...
¿A dónde has ido? ¿por qué me dejas estas cosas? Cargo todo hasta mi Chevy, un par de viajes al menos. Manejo sin soltar el cuadrito infame, la hojita pseudo-inocente. El velador me ayuda, vacío la cajuela y los asientos. Regreso a tu no-casa. Vuelvo a cargar. Muerdo la hojita con rabia, con tristeza, con duda.
Nadie pregunta, nadie sabe. Asumen cualquier posibilidad, olvidan pronto. Yo vivo mi vida, trabajo, como, voy al cine, de vez en cuando saco uno de tus libros, leo atenta o paso las páginas sin mirarlas. Uso de separador el cuadrito infame. Cuando no, lo hallo en la bolsa del pantalón o en mi cartera, siempre cerca, atento, acechante. A veces suspiro irritada, lo saco, lo desdoblo, lo leo: "Una sonrisa".
Entonces le reprocho furiosa: ¿Te parece?
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