sábado, octubre 03, 2009

Taciturna

Delmira y Alfonsina. Storni y Agustini. Poesía y dramática concepción de la vida. El amor y el deseo de libres vuelos por encima de todo ese mundo eterno. Y yo aquí, pequeña en mi diámetro de acción, enorme el afán de sin razón, o sea, de corazón. Que si desplumo al gallo y le arranco el pico y lo lanzo al caldo, no tengo sino agua hirviente que me escalda las manos. Y nada, que veo una, dos siluetas de posibles ruedos, y ésta cuando voy a dar el paso me es vedada y la otra mientras más me acerco más se aparta. Vivo en una caja de espejos tuertos.
Encuentro en el abismo un par de ojos que me miran mirarme en ellos. Sobresalto y chispa involuntarios. Los cuatro iris conectamos. Guiña, ligero ademán de por qué no vienes conmigo, qué esperas. Guiño en respuesta. Avanzo, las tripas hechas hormiguero, las venas enjambre, el corazón parvada de perros enfermos. De hambre, que les urge una pizca de aquéllo. Una ventrícula que si sigue así podría tragarse sin pensarlo un muslo de pollo envenenado. Que aunque sea pollo y sepa a nada, como tantos sustitutos en esta ansia, apaciguará un momento la úlcera dentada en la válvula de mi cama.
Me ilusionan los gestos. De a poco reconozco la sombra, el porte, la cara... la mano ocultando el cuchillo en la espalda. Curioso, muy curioso. ¡Ah! el misterio, la boca ligeramente arrugada, el acento en su voz que todavía no habla, el paso, la flama... Llego hasta su efigie y para. Des-engaño. Una película gruesa, firme, nos separa. Ahí está él, mío, como siempre imaginé y parecido a como encontré tantos. Rasco con las uñas el muro, él me observa asombrado. Sus dedos siguen la trayectoria de los míos, su expresión viaja de la emoción a la desesperanza y al desencanto. Irrompible la partición entre ambos. Frustrada, pateo. El cristal y su fondo de plata se desgajan frente a mí en millones de carismáticos trocitos de mi alma. Cada uno con su rasgo distintivo, que si la sensibilidad, que si la cultura, que si el entusiasmo, que si la pasión, que si la curiosidad, que si la libertad, que si la locura. Miran al techo, algunos con un ligero goteo en la comisura interna de las pestañas. Se tapan la cara con las manos, asoman despacio entre los dedos. Frente a mí ya nada, el muro vacío, donde antes de quebrarlo colgaba, tamaño natural, un espejo de mí y de mis más abstractos y corrosivos anhelos.

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