La noche me rodea como una manada de lobos hambrientos. Soy un pequeño punto blanco en el centro de un cuadro muy grande, apenas una niña con un camisón de manta, vagando en la nada. Las puertas se cierran sobre mí, las ventanas disminuyen, me roban el aire y un cuervo devora mis suspiros, nutriéndose de mi temor y mi desesperanza. Me sofoca el silencio de mi metro y medio de altura. El ruido ambiental me recuerda que cuando todo termine, el mundo no dejará de moverse. Una, dos, tres mil quinientas cuarenta y cuatro muertes no paran la danza cósmica de la Tierra sobre su eje.
El invierno me aplasta la sien izquierda, escribir en estas condiciones es como jugar a la ruleta rusa con una pistola de clavos. La ansiedad carcome el barniz rojo de mis uñas, me prometo cortarlas para evitar romperlas accidentalmente entre las teclas. Al mismo tiempo sé que es otra promesa para archivar en el cajón de mis pequeñas traiciones personales. Abandono el escritorio y salgo al patio, enciendo un cigarro. Me quedo mirando el cerillo hasta que me chamusca la punta de los dedos, tiro el palito carbonizado. Este tabaco huele a ti, por eso no fumo mentolados.
Recuerdo la primera bocanada de humo que tragué, estabas de pie a mi lado, mirándome con ojos de vaca enseñándole a su becerro a caminar. No recuerdo si era una tarde de abril o una noche de septiembre ni sé a dónde fuimos después, pero nunca olvido la intensidad del cariño irradiado desde ese par de brasas hacia mí. Algunas veces siento de nuevo esa mirada de silenciosa valoración, hundiéndose en mi nuca y tejiendo trenzas con mis pensamientos.
Busco en las bolsas de la chamarra el par de audífonos, los conecto a mis oídos. Sigo el cable hasta el bloquecito metálico con su gigabyte de música abarrotado. Play. Blue Veins, The Raconteurs. Súbitamente me atrapan tus brazos, la noche seca se entibia, mis dedos chamuscados se pegan a tu espalda. Tu voz de pasiflora cosquillea en mi cuero cabelludo, abriéndose camino rumbo a mi espina dorsal. Me acurruco en tu pecho, tus alas de mamá gallina protegiéndome de los aullidos del mundo exterior. Me secas las lágrimas antes de sentirlas sobre mi propia piel, una de tus manos acaricia el cabello detrás de mi nuca.
"Todo va a estar bien," susurras. Yo sólo me pego más a tu cuerpo, deseando como no he deseado otra cosa nunca, deseando con la inocencia de un niño el 5 de enero, deseando como el moribundo una cura, que por una vez, por esta única noche brumosa, cuando se termine la canción, el abrazo permanezca.
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